26 de abril de 2006

El rey del bricolaje

Entre los muchos anuncios que asedian mi correo los más comunes aluden a la oferta de Viagra (cuánto chivato anda suelto), rolex de oro más falsos que un euro de cartón, películas a precios de ganga que de tan pésimas resultan caras, técnicos de informática y mucha publicidad desde Argentina. No sé por qué pero llegan. El último proviene precisamente de esa tierra que tengo la suerte de conocer aunque ellos, a juzgar por el contenido, no deben conocerme a mí para nada. Se trata de aprender a construir mi propia cabaña o bungalow en un sólo día. Así me lo ofertan, con llamativas letras rojas a través de tres cedés y a un precio de 49 dólares. Por una parte he de loar el conocimiento que tienen desde la Argentina del mercado inmobiliario español ya que, al precio que están los pisos, no vendría mal contruirse una cabañita entrañable como el abuelo de Heidi. Sin embargo, como no están obligados, les comunico a los hermanos porteños que a mi, para que se hagan una idea, un puzzle de dos piezas me cuesta horrores terminarlo (por cierto, ¿qué persona cruel inventó los de mil, dos mil y hasta más miles de piezas?). Poner un taco con escarpia conlleva el riesgo de dejar mi casa como las ruinas de Pompeya, la Black Decker me da más miedo que una rueda de prensa de Acebes y enciendo la luz con un trapo para evitar calambrazos. Odio el bricolaje, no me relaja, me jode más que una china en un ojo, detesto (profesionalmente) a este tipo barbudo que sale en la tele y lo tiene todo tan colocadito en un panel lleno de herramientas que no sé si son tales o diseños de Mariscal o armas químicas. Y llega el tío, con dos testículos, y te dice que en un par de horas puedes hacerte un sillón orejero, una mesa para doce y con las astillas y el serrín que te sobra decorar el belén. Un infausto día fui a Ikea y dando un paseo vi una cómoda muy mona, modernita, así de colorines y quise adquirirla. Tardé un buen rato en encontrar a una jovial dependienta que me recomendó coger un lapicero y apuntar unas claves jeroglíficas, luego bajar a una especie de nave, llegar al estante correspondiente y una vez armado de brújula y cantimplora, contemplo estupefacto que me dan una caja pesadísima, previa búsqueda de un carro, y me dicen que el montaje es muy sencillo y que basta con leer las instrucciones y seguirlas paso a paso. Sin excesiva convicción, con mucha humildad por mi impericia que ellos saldaban con elogios a mis capacidades, llegué a casa y desplegué el plano; primero lo intenté en la cocina pero ante las medidas del legajo hube de ir al salón. Después de unos escalofríos, cómo no pude discernir si el plano correspondía a la mesita mona y moderna o al reactor nuclear de Vandellós o a la última misión de James Bond me vi obligado a devolverla avergonzado por mi torpeza. Qué sencillo. Si hasta un niño de tres años lo comprendería ("que traigan a un niño de tres años que yo no comprendo nada", Groucho Marx dixit en Sopa de Ganso) Desde entonces sufro depresiones por mi complejo de inferioridad y ni siquiera compro una regadera en ese sitio no sea que tenga que hacer yo uno a uno los agujeritos o que me arriesgue a querer un poto y me den una semilla y un azadón. Qué fatiga. Luego dicen que es barato pues a mi, que quieren que les diga, que para que me cobren y encima tenga que trabajar ya tengo suficiente con Hacienda. Por lo menos te hacen ellos la declaración.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Joer, que nadie es perfecto.Tu es que lo quieres todo, escribir bien y ser un manitas.Cada uno a lo suyo , para que haya trabajo (poquito) para todos.

cambalache dijo...

También es cierto (lo de no ser manitas, lo de escribir bien lo agradezco pero soy de natural modesto)La verdad es que soy sumamente cómodo, la verdad. Un saludo