Debe ser que la edad alimenta la nostalgia o que uno, criado primero en los cines de barrio y luego curtido en los cine-estudio, no acaba de entender el séptimo arte como un catálogo de novedades tecnológicas. Sea por lo que sea no hay color y no lo digo porque la primera versión de King Kong fuese en blanco y negro. El nuevo King Kong de Peter Jackson viene a ser un revoltijo de Parque Jurásico, juego de Play Station, película de Walt Disney y alarde informático. Le falta alma y le sobra pirotecnia. Le sobra metraje y le falta sentimiento. La causa radica entre otras cosas en que Jackson se encarga de introducir en la consola un nuevo videojuego que quiebra la relación de amor entre el gorila y la chica, la bella y la bestia que dan sentido a este clásico. Así se hace interminable la persecución de los dinosaurios o el ataque de las babosas que aportan muchos minutos y poca argumentación. Es una tendencia que se ha consolidado en el cine actual de consumo y que se caracteriza por el exhibicionismo de los efectos especiales aunque éstos no contribuyan a nada que no sea elogiar lo mucho que ha avanzado la tecnología. Se trata de pasmar al personal durante unos minutos; es igual que, pasado ese plazo, olvide la película durante años. El King Kong de Jackson ofrece, sin embargo, secuencias espectaculares y una recreación maravillosa del Nueva York de los años 30; promete al principio pero luego se diluye en los fuegos de artificio. Hubiera sido bueno acortar la película y haber ofrecido a la entrada los videojuegos aparte.
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