Por estas fechas es tan típico el villancico como oír a cada momento a alguien que odia la Navidad. En mi caso no soy sospechoso. Desde hace muchos años ejerzo de brigadista antimazapán y estoy dispuesto a soltar a cada niño que los Reyes son los padres. Si a esta predisposición sumas el vivir junto a la Plaza Mayor la cosa adquiere tintes desgarradores. Nadie sabe, sólo quienes lo padecemos, qué esfuerzo ha de hacer uno para no estrangular con una cinta de espumillón a ciertos individuos. Sales a la calle y ya te topas con una manada de tipos (nunca encontré sustantivo tan adecuado) tocados con unas pelucas espantosas que, por todo comentario, hacen sonar unos horripilantes trompetas o sincronizan sus eructos después de haberle dado un buen lingotazo a la botella de sidra. En este país, paraíso de la pirotecnia, está por ver que alguna lumbrera del gremio idee el petardo que, una vez lanzado, se introduzca de manera automática por el esfínter del lanzador. Gloria bendita. Desde hace días sobrevivo atrincherado en mi casa, temeroso de tener que salir y comerme un globo con forma de delfín o que anulen el aroma de mi colonia con un festival de bombas fétidas. Miedo a salir y que algún enérgumeno disfrazado con una careta de gorila me provoque tal susto que, preso del pánico, le pegue un par de hostias y de un plumazo le extinga ese espíritu lúdico-festivo. Bien pensado, qué graciosa es la gente en Navidad. Allí están las familias unidas como nunca. El padre con el brazo reposado sobre el hombre de la mami mientras los mozalbetes zascandilean entre los puestos pidiendo a voz en grito un dedo ensangrentado o un cuchillo que atraviese su sien. Allí coinciden con los empleados beodos recién salidos de la comida-cena o merienda-cena del currele. Es el momento que Bermúdez, liberado por un día de dar explicaciones en casa por llegar tarde, deja un rastro de baba tras el trasero de Asuncioncita y ésta, por supuesto, se lo quita de encima y no le hace ni puto caso. Qué bonitos episodios nos ofrecen estos días.
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