Cuando finalice este artículo probablemente me eche la siesta o salga a dar una vuelta con mi perro. Por supuesto acabo de comer como hago todos los días y luego cenaré ligero por aquello de no engordar. Por cierto, acabo de tirar a la basura dos yogures desnatados que se habían pasado un día de fecha. Digo esto porque sé de la inutilidad de los adjetivos ante un drama descomunal. Yo continuaré con mi vida de privilegiado occidental y ellos dejándose los jirones de piel en las vallas de metal a modo de señuelos de la vergüenza de los países ricos. Qué digo. Ya ni siquiera nos queda vergüenza para poder aguantar la mirada a la foto que ilustra estas palabras. Para ser sincero sólo me queda el recurso de cambiar de canal en el televisor para no ver las hendiduras sangrantes de sus manos. Tampoco sirve la rabia sincera y la emoción casi ya olvidada. Es tanto el asco acumulado que este desahogo sólo sirve para acallar aunque sea por unos instantes la mala conciencia. Hace unos días un excelente fotógrafo y compañero me contaba sus experiencias durante un reportaje que realizaron del éxodo de estas gentes. Me hablaba de las suelas ya inexistentes de sus zapatillas, de los muertos que jalonaban los caminos como recordatorio de esa ruta de miseria, de la desesperación más radical. No sé los límites del ser humano para contener tanta impotencia ni el de los gobiernos para consentir esta devastación de las personas. Lo malo es que ni siquiera tengo claro que les consideremos como tales. Al final quedarán en una sección fija de un informativo hasta que la suntuosa boda de una princesa les robe minutos entre los anuncios. Al final, como siempre, nos quedará el infinito remordimiento que nos hace por unos segundos solidarios hasta que se codifican las imágenes y entonces nos convertimos por muchos años en cómplices.
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