10 de octubre de 2005

Mingus, Cuernavaca

'Mingus, Cuernavaca' es todo un monumento a la desolación esculpido con mano de maestro por un actor extraordinario. Algunos pasajes de esta obra (destacaría el momento en el que Mingus es bañado por la enfermera y, por supuesto, el estremecedor parlamento final) invitan a una doble y contradictoria reflexión. Por un lado, la dicha que sólo la proximidad del teatro bien hecho puede reportar y, por otro y al mismo tiempo, el dolor de sentirse atrapado por la angustia que del texto se desprende. La vida como disfrute del arte y la vida como camino ineluctable hacia la muerte. En este caso con parada obligatoria en el dolor físico y en la desesperación más absoluta. 'Mingus, Cuernavaca' se estrenó, cosas del destino, en una zona de Vallecas cercana a la barbarie del 11-M; un barrio que de dolor, y también de solidaridad, entiende y mucho. En el centro del escenario, un hombre en silla de ruedas derrotado y solo ante la inminencia de su muerte. Una enfermera que le atiende, una narradora y al fondo un cuarteto de jazz que envenena sus oídos de nostalgia. La música que compuso y que, en el umbral de su fin, únicamente es un pentagrama de recuerdos. Y ni siquiera los buenos recuerdos combaten con eficacia el miedo a lo que fue y ya nunca será. "En el fuego de lo que fue, arde lo que será", diría Louis Aragon. Chete Lera es Mingus y de su voz, aún más sobrecogedora entre los graves susurros que se expanden como ecos de muerte, brotan palabras de una dureza sin concesiones pero, principalmente, brota el sentimiento de vida precisamente en el momento en que más cerca está la muerte. Lera arranca de sus entrañas jirones que retumban en el alma de cada cual. Los miedos que guardamos pero siempre acechan, la desesperación, la inutilidad de cualquier consuelo. En la grandeza de su desgarro descansa en buena medida que 'Mingus, Cuernavaca' remueva las conciencias, agite los temores y nos renueve esas preguntas sobre la existencia que la muerte se encarga de dejar sin resolver.

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