15 de febrero de 2006

¿Cuántos votos vale un muerto?

¿Cúantos votos vale una víctima de la barbarie de ETA? ¿A cuánto cotiza la amputación de algún miembro? ¿a cuánto la orfandad o la viudedad prematura? ¿cuántos votos vale la desolación más absoluta? Alguien debe conocer la respuesta a estas preguntas miserables. Alguien debe estar cociendo estadísticas y estrategias ruines desde algún despacho de la calle Génova, alguien sin escrúpulos y sin ningún otro mandato que traducir a aritmética electoral tanto dolor debe saber si merece la pena tanta mezquindad y repugnancia por un puñado de votos. A menudo, desde este humilde rincón, he optado por la ironía, más o menos acertada, por la chanza o por la ridiculización de cosas que sólo desde el sentido del humor se podían llegar mínimamente a comprender o, todo lo contrario, que de tan incomprensibles resultaba más eficaz reírse de ellas. Sin embargo, esta tarde, que por cierto torna ya a gris, sólo escribo desde el hastío y la vergüenza. Ningún sueldo, ninguna parcela de poder, ninguna refriega política ni ningún sistema democrático que se precie se merece a tipos capaces de acusar a un presidente del Gobierno elegido por la mayoría de los ciudadanos de 'amigo de los terroristas'. A estos individuos les puede tanto el rencor de haber perdido legítimamente el poder que cualquier atajo para creer recuperarlo les vale. Creo tanto en el sentido común de las mayorías silenciosas que únicamente la hipótesis de que sus muestras de acritud, mal estilo, hipocresía y adjetivos que me guardo por su grosor al final les estallarán en su contra en las urnas me consuela. Son tantas las mentiras, tanta la basura que se trata de envolver en papel de celofán, tanta la desverguenza que uno, que no se tiene por nada ejemplar, cree con sinceridad que un país así no se merece políticos como éstos cuyos nombres y apellidos ya ni siquiera me molesto en nombrar. Me aburren tanto como tanto como me indignan y en eso creo que ya me han ganado la batalla porque siempre he defendido que ho hay mejor antídoto contra la estulticia que la más grande de las indiferencias. Pero todo un límite, salvo para el PP, claro está.

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