Mi hermana y yo compramos unos claveles rojos a una mujer en la calle de Preciados. El alcalde Tierno había muerto y entre una marea de gente logramos apostarnos en los aledaños de la Plaza de Cibeles. Al paso del cortejo arrojamos las flores pero no pudimos expulsar con ellas nuestra enorme tristeza. Uno nunca sabe si añoras un lugar, un momento o a una persona o acaso lo que echas de menos es la edad que tenías entonces. Con poco más de veinte años uno piensa que la muerte es cosa de otros. Sin embargo el viejo profesor se había ido para siempre y el tiempo nos demostró que nos dejó más huérfanos de lo que pensábamos. Madrid era entonces hija legítima de unos años convulsos en los que, curiosamente, cuando más visible se hacía la ciudad era por las noches. Fue antes, mucho antes, de esa epidemia de caspa, de los vientos zarzueleros que nos sumieron en la apatía y en el más solemne de los aburrimientos. No caeré en el tópico ni en la nostalgia del abuelo batallitas, ni siquiera enumeraré los conciertos que tenían a Madrid como referencia más que nada para no poner los dientes largos a los más jóvenes. Sólo diré que por aquel entonces la ciudad latía en cada barrio, crecían los fanzines, los grupos musicales, y los artistas e incluso los que creían serlo (una inmensa mayoría, para qué engañarnos) tenían algo que decir. Hoy nos limitamos a acordarnos de los familiares de los mandatarios municipales por las zanjas y los atascos. Y luegon dicen que veinte años no es nada.
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