Muerte de un tabernero

Dani tenía pinta de contable. Un bigotito fino, unas gafas de intelectual ruso y unas maneras nobles y refinadas. Dani ha muerto. Para la mayoría de los madrileños ese nombre les dirá poco o nada. Un dani en minúscula entre cientos de miles de ellos. Para mi y unos cuantos parroquianos es una gran pérdida porque con él se reavivan en el desagüe de la memoria muchos recuerdos. Calatrava 11, VINOS. Así reza la taberna que regentaba en una de las calles más castizas y entrañables de Madrid. Yo viví más de tres años en el tercer piso del mismo inmueble que albergaba ese santuario de colillas de cigarro y serrín. Cada mañana cruzaba un saludo con Dani, algún comentario intrascendente que con el tiempo se antojan imprescindibles y, a menudo, tomaba una caña acompañado de sus inigualables tacos de chicha. Alrededor estaban los clásicos, algunos ya también desaparecidos como Julián, aquel tipo maravilloso de quien plagie una memorable frase para mi segunda novela. Demasiado guapo para ser hombre, decía. Qué grande. Filósofos de arrabal, borrachines a media jornada, bohemios con trienios, gitanas guapas, ancianas con salero, chulos ortodoxos, mi buen amigo Rodolfo Serrano. En suma un universo de buena gente reunida al calor de la bonhomía de Dani, acodados en una preciosa barra de madera labrada, brindando por escasas sus alegrías y bebiéndose sus muchas penas. En su salón inspiré uno de mis relatos y en el mismo salón me enamoré de una muchacha que, por supuesto, no me hizo ni caso. Tantos recuerdos al que desde hoy sumaré el de Dani el tabernero, un tipo que se fue y algo nuestro se fue de su mano. Descanse en paz.